miércoles, 18 de septiembre de 2013

"EN SURCOS DE DOLORES"



Por: Néstor Armando Alzate



Desde los albores de la independencia, los movimientos irregulares aparecieron para sustentar el poder de los criollos, cuya intención no era la independencia sino el fortalecimiento político del manejo estatal, que a su vez reforzaría su hegemonía económica.

El carácter egoísta de las clases dominantes, fue la constante durante el siglo XIX y por lo tanto, detonante de todas las guerras civiles, las que a su vez generaron los odios y las crueldades que debió sufrir el pueblo ignorante, utilizado como carne de cañón al influjo de los colores azul y rojo -que supuestamente– representaban: el primero, orden y religión; y el segundo, las libertades individuales.

A pesar de la devastación de que fue objeto el país –especialmente en la guerra de los mil días que dejó a la patria desangrada y exhausta económicamente– las banderas se siguieron  enarbolando durante el siglo XX, y por eso, la violencia jamás decreció, sólo amainó en pequeñas ráfagas.

Entonces cualquier lectura que quiera hacerse del siglo pasado, debe pasar, necesariamente, por la voracidad de las clases oligárquicas –las mismas de siempre– que sin escrúpulos acuciaban a los campesinos y a la gente del común para que sin reatos de conciencia se mataran entre sí, con el fin de tener el control de las tierras, las riquezas y el poder político; y como siempre, los únicos damnificados eran esos hombres anónimos que después de ser utilizados como instrumento de terror, quedaban con las manos vacías y los odios acumulados. En ese marco, se inscriben la aparición de las guerrillas y de los paramilitares.

RESEÑA HISTÓRICA

Después de la guerra de los mil días, se reforzó en el poder la hegemonía conservadora; y cuando los liberales recuperaron por fin la presidencia, en 1930, activaron un agresivo plan de retaliación como respuesta a los vejámenes de los que fueron objeto en el régimen anterior, cuya máxima expresión de represión fue la matanza de las bananeras de 1928.

En consecuencia los conservadores ahora en calidad de vencidos, fueron perseguidos sin tregua. Naturalmente que cuando se dividieron los liberales en 1945, –entre Gaitán y Gabriel Turbay- los azules volvieron al poder y extremaron su venganza contra los rojos utilizando una violenta policía política, organizada con elementos de su misma filiación y de amplio prontuario.

El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, detonó la polarización y luego de la devastación e incendio que sufrió Bogotá y por extensión otras ciudades del país, la violencia se generalizó.

Los esbirros del poder, comisionados por el régimen se dieron a la tarea de expurgar a todos los pueblos y veredas de liberales con la consigna de exterminio total, incluso de la “semilla”, porque la idea era que no volviera a nacer, en Colombia, ningún liberal. Se combinaron con delincuentes de toda laya y tales fuerzas mixtas asolaron los campos.
Una buena parte de esos conservadores provenían de la vereda Chulavita del municipio de Boavita, y fueron denominados desde entonces con el nombre de ese rincón boyacense, apelativo que se volvió un genérico para designar a todas las fuerzas de derecha, que en la práctica fueron los ascendientes de los actuales paramilitares.

Los Chulavitas devorados por un odio feroz, obligaron a los liberales a “enmontarse”, tras masacrar ancianos, mujeres, niños; practicar violaciones, cortes de franela, desollar, “Bocachiquiar”, –hacer picadillo a las víctimas– incendiar pueblos enteros, apoderarse de las mejores tierras –por orden de los terratenientes y naturalmente para ellos– y devastar comarcas enteras.

Ante tal situación los liberales escondidos en los montes, refugiados con padres, abuelos, nietos e hijos y exacerbados por el magnicidio de Gaitán, se organizaron en células guerrilleras (mínimo de tres combatientes y máximo de diez por unidad) y se dedicaron a emboscar a los “Paramilitares”, con palos, machetes, escopetas rudimentarias (de “fisto”) y revólveres “hechizos”. Después de asesinarlos, les quitaban sus armas modernas hasta que lograron conformar grupos eficientes. Como respuesta al desarraigo de que fueron objeto, también se dedicaron a masacrar, violar, incendiar y devastar poblados de conservadores. A estos liberales, se les llamó: “Chusmeros”.

Más tarde, irrumpieron en la contienda los “Pájaros” un tercer grupo –también al servicio del régimen– compuesto por matones civiles que se especializaron en crímenes selectivos, –personajes políticos, dirigentes cívicos, funcionarios que estaban contra el gobierno o terratenientes a los que había que quitarles la tierra– y se caracterizaron por sus ataques a traición, o escondidos en matorrales –pavear-, disparaban como francotiradores, y “volando”, desaparecían entre la gente con el encubrimiento de las autoridades.

Finalmente, por esta descomposición y apuntalados en los postulados comunistas de la guerra fría que enfrentaba a Estados Unidos con la Unión Soviética –tras el final de la segunda guerra mundial– un grupo heterogéneo de liberales, conservadores y políticos desencantados, se unieron para conformar un movimiento que en su momento fue conocido como los “Comunes” –comunistas– que con consignas provenientes de China y URSS, se dedicaron a combatir a las fuerzas oficiales y en oportunidades a los mismos liberales por sus excesos.  

Con la llegada de Rojas Pinilla al poder, se decretó una amnistía para quienes hubiesen conformado grupos irregulares, independientemente de su procedencia o filiación. Depusieron sus armas varios jefes guerrilleros y contraguerrilleros con sus hombres entre los cuales: Emilio Gordillo “Sargento Veneno”, Leonidas Borja “El Lobo”, en el Tolima; Juan de la Cruz Varela, en Sumapaz;  Rangel, en Santander; Trino García “Sombranegra”, y Piedrahita en el nordeste Antioqueño, y Drigelio Duarte en Yacopí. En los llanos orientales, 3450 combatientes se entregaron entre agosto y septiembre de 1953; y al finalizar ese año, la cifra se había elevado a 6.500 hombres acogidos a la oferta del gobierno.    

Las promesas incumplidas, su actitud sesgada contra los liberales, –el régimen del dictador era de tendencia conservadora– y dado que muchos de los reinsertados fueron asesinados por las tropas oficiales, los chusmeros se vieron obligados a volver al monte, menos de un año después de la amnistía.

Inclusive este período que se extendió con todo su furor hasta 1959, fue más ominoso y oprobioso que el anterior, porque a los factores que caracterizaron la andanada precedente, se sumó la paranoica actitud de la dictadura de acabar con los opositores. A la caída de Rojas Pinilla, se intentó por parte del primer presidente del Frente Nacional Alberto Lleras Camargo, establecer una política de perdón, olvido y reparación; pero luego de que la Comisión de la Verdad, destapara las verdaderas causas, los partidos y sus dirigentes -que eran los promotores de este estado de cosas-, se repartieron el botín estatal y le echaron tierra a esas buenas intenciones.

Aunque se presentaron nuevas desmovilizaciones, la desconfianza por lo ocurrido en la primera amnistía, propició que una buena parte de la guerrilla liberal, se decantara hacia los comunistas que eran profusamente apoyados por la URS y Cuba, enarbolando como bandera la injusticia, desigualdad y la necesidad de acabar con las camarillas oligárquicas liberales y conservadoras que eran iguales en su esencia e intereses y que ahora más que nunca estaban -legítimamente- unidas, bajo la maquiavélica carpa circense del Frente Nacional y respaldadas abiertamente por el Tío Sam.

Así las cosas, los grupos de derecha –godos, sectores oscuros del ejército y cachiporros retrógrados– tuvieron vía libre para actuar a la sombra de los gobiernos de turno, protegidos por ellos, o por lo menos con su complicidad silenciosa.

Como a partir de 1960, el enfrentamiento se hizo radical entre el estado y los grupos de izquierda; el trabajo sucio, –aquellos excesos que la constitución le prohibe expresamente al gobierno y a las fuerzas armadas– fue ejecutado por antiguos “pájaros”, “chulavitas” y efectivos de los cuerpos de seguridad estatales, encubiertos, que se especializaron en asesinar a dirigentes de izquierda, sindicalistas y otros voceros de la insatisfacción social del país.

La pugna entre estas fuerzas continuó a lo largo de ese decenio y del siguiente, lapso en el que la guerrilla comunista se fortificó ideológica, militar y económicamente; mientras que los paramilitares actuaban metódica y sigilosamente al amparo de las cortinas de humo que oportunamente tendían las autoridades sobre sus crímenes.

A mediados del decenio de los 70, la aparición del fenómeno del narcotráfico y su consecuente prosperidad, marcó una ruptura ideológica para la guerrilla, que vio en ese floreciente negocio una jugosa fuente de ingresos, proporcionalmente inversa al desprestigio del comunismo que languidecía como sistema político y económico. Así las cosas sin dejar de lado el enfrentamiento tradicional con el estado, arremetió contra los narcos para arrebatarles sus territorios de siembra, cocinas, rutas y mercado.

La modernización del armamento y los métodos copiados de las guerrillas de otros grupos extranjeros –ETA, IRA, AL FATAH, Septiembre negro, Hesbolá– marcaron un nuevo rumbo en las acciones de estos subversivos y se incrementaron las masacres, secuestros, retenes móviles y golpes de mano espectaculares que copaban la atención de los medios de comunicación. En suma, los ideales comunistas se convirtieron en económicos y se transformaron en multinacionales del crimen.

Como respuesta a esta arremetida, el Cartel de Medellín, luego del secuestro de Marta Nieves Ochoa, perteneciente al clan mafioso de ese apellido, fundó un movimiento llamado MAS, (Muerte a secuestradores) que la rescató a sangre y fuego y desde ese momento se declaró la guerra entre las dos facciones. Ese fue el punto de partida de los nuevos paramilitares, quienes financiados por los dineros de la droga y entrenados por mercenarios israelíes coparon el territorio del Magdalena Medio, fortín del Cartel.

Para añadirle más leña al fuego, se encendió otra hoguera entre los Carteles de Medellín y Cali, y esta contienda marcó la aparición de un grupo –exclusivamente de vindicta- que patrocinado por un sector de la fuerza pública y de los hermanos Rodríguez Orejuela, se centró en la destrucción de Pablo Escobar. Una vez muerto el Capo en diciembre de 1993, los jefes de los “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar, que en esencia eran narcos renegados del cartel de Medellín) pasaron a financiar y a comandar la estructura nacional de las AUC, autodefensas que supuestamente pretendían defender a los campesinos de los abusos de la guerrilla.

Instalados en Córdoba, Sucre y Urabá empezaron a copar los espacios ocupados tradicionalmente por las FARC, el ELN y el EPL; se apoderaron de los corredores naturales por los que circulaban las armas y la droga y acusando de auxiliadores de la guerrilla a los campesinos, se volvieron contra ellos para apoderarse de sus tierras. Y para conseguir este objetivo desataron un leviatán que dejó a su paso una horrorosa estela de sangre, producto de tomas, masacres de campesinos y asesinatos selectivos, todo ello ejecutado con la mayor crueldad y sevicia de toda la historia del país.

Entretanto los grupos insurgentes tuvieron que replegarse: hacia el sur, las FARC, que incrementaron su barbarie mediante las cruentas tomas de pueblos, emboscadas, ataques indiscriminados a la población civil, la destrucción de la infraestructura –puentes, torres de energía, voladura de oleoductos- el chantaje, el boleteo, la extorsión y especialmente los secuestros (de los que no se salvaron ni siquiera los militares que se convirtieron en un apreciable botín canjeable) y conformaron verdaderos carteles de la droga; y gracias a la permisividad del gobierno de Pastrana que les permitió oxigenarse en la zona de despeje de San Vicente de Caguán, adquirieron armamento de última generación y tecnología de punta; el ELN se refugió en el oriente y optó por un bajo perfil, pero continuó con su política de arrasar con las infraestructuras petrolera y eléctrica, el secuestro y los asesinatos selectivos. Por su parte el EPL, se desmovilizó y sus integrantes fueron borrados del conflicto.

Con el acceso de Álvaro Uribe Vélez a la presidencia, se concertó un diálogo que propició la desmovilización de miles de combatientes paramilitares y generó una polémica internacional por la tibieza del código que habría de juzgarlos por delitos atroces, pues las penas, aún, son mínimas y la reparación a las víctimas no está clara.

ANÁLISIS

La actuación de los paramilitares es tan antigua como la existencia misma de la república y no se puede concebir la nación sin estas fuerzas oscuras que en pasajes muy confusos de nuestra historia, fueron desequilibrantes para reforzar el poder de las castas oligárquicas dominantes. Ellas han dejado su impronta en los magnicidios de que han sido objetos nuestros hombres más brillantes: La conspiración septembrina contra Simón Bolívar en 1828. Los asesinatos de Sucre en 1830 y de Julio Arboleda en 1862, ambos en las montañas de  Berruecos; de Rafael Uribe Uribe (1914); de Jorge Eliécer Gaitán (1948); de  Luis Carlos Galán (1989);  de Álvaro Gómez Hurtado (1995); de Carlos Pizarro León Gómez, líder del M19; y el aniquilamiento de la Unión Patriótica, cuyos candidatos a la presidencia Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y tres mil de sus militantes, fueron ejecutados a finales de los 80. No se puede dejar por fuera al periodista y humorista Jaime Garzón que fue acribillado dentro de su carro en 1999.
  
En los casos anteriores, es evidente que los móviles fueron políticos y económicos, pues quienes cayeron víctimas de esas fuerzas oscuras, de alguna manera, luchaban contra el Statu Quo imperante desde la colonia. La necesidad de extender sus dominios territoriales, mediante la adquisición de tierras, o la tenencia de los medios de producción, el firme control de la industria, la banca y el comercio, han sido los factores más preponderantes para que esas clases dominantes, hayan utilizado a estos esbirros en función de satisfacer su voracidad sin límites.

La endémica ausencia del Estado -y su sospechosa permisividad- legitimó la acción de los paramilitares, que se proclamaron en algunas regiones, como la única autoridad operante y efectiva, contra la acción de los grupos de izquierda que también ejercieron control sobre ellas en épocas anteriores. En tales zonas, los habitantes no sólo celebraban la presencia de los “Paracos”, sino que los miraban como salvadores y redentores sociales, dado que ofrecían trabajo a los moradores, ejercían una justicia de facto contra la delincuencia común y proporcionaban protección a la población civil contra la guerrilla, que era algo que nunca el gobierno les había garantizado y eso les confería una notoria popularidad que se reforzaba con la intimidación.

Sin embargo la política de tierra arrasada a la que sometieron a comunidades enteras, mediante masacres y la expulsión de los pocos que quedaban, les permitió a los paramilitares apoderarse de enormes extensiones de tierra, que –aún estando en la cárcel o extraditados en Estados Unidos- siguen explotando con ganadería intensiva, cultivos ilícitos y refuerzan su presencia con expediciones punitivas ejecutadas por bandas emergentes, que están a su servicio. Claro que algunos de aquellos combos que delinquían para ellos, se han independizado y ahora actúan por cuenta propia, en las regiones que quedaron al garete.

Aunque todos los estamentos sociales son conscientes del daño que los paramilitares le han hecho al país, subsiste un sector de la opinión pública que cree que su existencia, que cambia de apariencia como el camaleón, sigue siendo el contrafuerte de la guerrilla actual, cuyos ideales murieron con la desaparición del comunismo. Pero lo que no han tenido en cuenta estos sectores, es que ahora  la guerrilla y las bacrim –bandas criminales compuestas por delincuentes comunes y rezagos de los antiguos paramilitares- se unen cuando se trata de repartir la suculenta torta de la droga.

Definitivamente estos bandos son siameses, porque sin la sangre del otro, ambos mueren por anemia.



BIBLIOGRAFIA

1001 cosas sobre la historia de Colombia: Eugenio Gutiérrez Cely, Miguel Ángel Urrego (Círculo de lectores).
Manual de Historia de Colombia: (Procultura) Tomos  III, IV
Nueva Historia de Colombia:  (Editorial Planeta) Tomos I, II
Historia de Colombia: Henao y Arrubla
Reportaje de la Historia: (Editorial Planeta)
Cursillo de Historia de Colombia: Argos Tomo II
Diccionario de Historia de Colombia: Horacio Gómez Aristizabal
La violencia en Colombia: Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna. Tomos I, II