martes, 9 de agosto de 2011

Es mejor ser viejo, que "Adulto Mayor"

Por: Néstor Armando Alzate

Cuando se acerca el atardecer, la vista se nubla, el horizonte se desdibuja, las distancias se agrandan y la noche se cierne sobre la vida.

Y no es para menos, porque llegado a esa etapa, el hombre siente la penumbra en sus ojos, la fragilidad de sus manos, la debilidad de sus piernas, el sosiego de sus pensamientos y la nostalgia en su alma.

Pero justamente en ese momento es cuando empieza a ver con los ojos del corazón, a bendecir con la fortaleza del amor desprendido, a desandar el futuro con el vigor de la misión cumplida, a disfrutar de los pensamientos sin culpa y desde el alma, evocar el pasado sin dolor. 

Al decrecer la potencia física, se acrecienta su sensibilidad interior y por ello le duelen más el abandono, el desamor, la soledad, la indolencia de los más lejanos y la indiferencia de los más cercanos.

Eso es lo paradójico, porque en los albores de la humanidad, cuando los ancianos dejaban su lugar, se transformaban automáticamente en los dioses lares, que a partir de ese momento asumían el papel de protectores de la comunidad y eran consultados sobre el futuro, las cosechas y su destino; y venerados, por ser los únicos que podían apaciguar los elementos.

Y es que en todas las sociedades a lo largo de la historia, el Saber, siempre estuvo depositado en los ancianos, quienes además de ser los guardianes de las tradiciones, eran cántaros de sabiduría que derramaban su sapiencia sobre los más jóvenes, para que éstos bebieran y se saciaran de conocimiento.

Así las sociedades pudieron: sobrevivir, crecer y alcanzar el grado de progreso que hoy disfrutan. De otra manera habría sido imposible; sin los ancianos, no existirían la moral, los valores, la Ética, la religión, el folclor y las costumbres.        

En Antioquia fue proverbial la contribución de los viejos arrieros y de los abuelos contadores de historia, en la preservación de todo lo que hoy nos enorgullece y nos mantiene unidos como pueblo.

Es hora de reivindicar a los viejos pero sin los eufemismos hipócritas de la sociedad que los llama melosamente “Adultos Mayores” para acallar su conciencia. El viejo lo único que necesita es que le devuelvan su dignidad y el respeto; y que le permitan caminar –libremente- apoyado en el amor, que es el más seguro, firme y fiel, de todos los bastones...!

martes, 2 de agosto de 2011

Un pescado, también es limosna.


Por: Néstor Armando Alzate


El crecimiento incontrolado de las ciudades acelera las desigualdades, que a su vez, estimulan una exasperante indiferencia social, más producto del miedo que de la apatía; porque creemos que quienes visten y actúan de manera distinta, son potencialmente peligrosos y entonces tendemos a discriminarlos y excluirlos.

Con mayor razón actuamos de esa forma, frente a quienes sin ninguna alternativa de redención social y económica, hacen de la calle, su hogar; y por lo tanto, repelemos sus caras sucias, sus miradas perdidas pero alertas, sus ropas hechas jirones y su lenguaje defensivamente agresivo.

La indigencia motivada por diversos agentes como: la inequidad social, la violencia intrafamiliar, el desplazamiento forzoso, la drogadicción, el abuso infantil etc; es en principio, un atentado contra la dignidad humana, del cual son culpables: la Sociedad, el Estado, la Iglesia y la institución familiar, que se encuentran en un proceso de degradación moral y ética.

Claro que una buena parte de estos seres olvidados de Dios y de la sociedad, terminan tomándole el gusto a la calle, que se convierte -para ellos- en territorio de libertad salvaje, en el que las únicas reglas que se respetan, son las impuestas por la ley del más fuerte del “Parche”. En esa jungla de cemento no existen las normas sociales, no hay deberes; y la única obligación que se tiene, y se paga –aún con la vida-, es el derecho a vivir.

Así las cosas, el “Habitante de calle” comienza a desarrollar una relación sadomasoquista con esa sociedad que lo segrega. Entonces, se enfrenta a las normas establecidas y las transgrede con una actitud intimidante, en retaliación contra la discriminación de que es objeto; pero también se regodea en su papel de víctima, propiciando la compasión hipócrita, representada en limosnas, y en acciones paternalistas del Estado, de las que se beneficia impunemente.

Por eso es imperativo devolverle la dignidad, al “Habitante de calle”,  reconociéndolo como individuo de plenos derechos y deberes y que por lo tanto, puede disfrutar de las garantías a que tienen acceso todos los ciudadanos, pero como ellos, también está sujeto a las normas establecidas; y mediante un acompañamiento integral –salud, educación, techo, capacitación laboral-, hay que ayudarle a entender, que él es el único responsable de su destino, y dueño o víctima, de su futuro.

No es cuestión de darle el pescado; es más importante enseñarle a pescar, pero con su propia vara.