martes, 2 de agosto de 2011

Un pescado, también es limosna.


Por: Néstor Armando Alzate


El crecimiento incontrolado de las ciudades acelera las desigualdades, que a su vez, estimulan una exasperante indiferencia social, más producto del miedo que de la apatía; porque creemos que quienes visten y actúan de manera distinta, son potencialmente peligrosos y entonces tendemos a discriminarlos y excluirlos.

Con mayor razón actuamos de esa forma, frente a quienes sin ninguna alternativa de redención social y económica, hacen de la calle, su hogar; y por lo tanto, repelemos sus caras sucias, sus miradas perdidas pero alertas, sus ropas hechas jirones y su lenguaje defensivamente agresivo.

La indigencia motivada por diversos agentes como: la inequidad social, la violencia intrafamiliar, el desplazamiento forzoso, la drogadicción, el abuso infantil etc; es en principio, un atentado contra la dignidad humana, del cual son culpables: la Sociedad, el Estado, la Iglesia y la institución familiar, que se encuentran en un proceso de degradación moral y ética.

Claro que una buena parte de estos seres olvidados de Dios y de la sociedad, terminan tomándole el gusto a la calle, que se convierte -para ellos- en territorio de libertad salvaje, en el que las únicas reglas que se respetan, son las impuestas por la ley del más fuerte del “Parche”. En esa jungla de cemento no existen las normas sociales, no hay deberes; y la única obligación que se tiene, y se paga –aún con la vida-, es el derecho a vivir.

Así las cosas, el “Habitante de calle” comienza a desarrollar una relación sadomasoquista con esa sociedad que lo segrega. Entonces, se enfrenta a las normas establecidas y las transgrede con una actitud intimidante, en retaliación contra la discriminación de que es objeto; pero también se regodea en su papel de víctima, propiciando la compasión hipócrita, representada en limosnas, y en acciones paternalistas del Estado, de las que se beneficia impunemente.

Por eso es imperativo devolverle la dignidad, al “Habitante de calle”,  reconociéndolo como individuo de plenos derechos y deberes y que por lo tanto, puede disfrutar de las garantías a que tienen acceso todos los ciudadanos, pero como ellos, también está sujeto a las normas establecidas; y mediante un acompañamiento integral –salud, educación, techo, capacitación laboral-, hay que ayudarle a entender, que él es el único responsable de su destino, y dueño o víctima, de su futuro.

No es cuestión de darle el pescado; es más importante enseñarle a pescar, pero con su propia vara.

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