Por: Nèstor Armando Alzate
Si bien es cierto que la violencia intrafamiliar –de la que los niños, son la víctima propiciatoria- es el pan de cada día en nuestro país, no lo es menos el hecho de que la cantidad de púberes y adolescentes que conforman la punta de lanza de la delincuencia común, ha crecido desaforadamente hasta convertirse en el dolor de cabeza de la policía y de la justicia colombiana.
Lo peor de todo es que amparados en la inmunidad que les confiere la ley por ser menores de edad, pueden actuar impunemente; y el Estado maniatado, se siente impotente para meter en cintura a los precoces delincuentes, con la consecuente desmoralización de los organismos de seguridad cuyos esfuerzos se diluyen por la laxitud de las leyes.
Claro que muchos de estos muchachos se quedan en la periferia del delito, -pero son igualmente peligrosos- cuando protagonizan desmanes en la afueras de los estadios o como integrantes de pandillas juveniles que hacen gala de su fanatismo en enfrentamientos de corte iniciático, para probar su hombría.
Lo peor de todo es que esto sucede con la inevitable permisividad de los padres, que no pueden ejercer su autoridad natural porque los códigos les ataron las manos y por lo tanto cualquier corrección o castigo, puede hacerlos caer en una resbaladiza interpretación de los Derechos del Menor y terminar en la cárcel.
Es indiscutible que los Derechos del Niño prevalecen sobre los de los demás y por lo tanto deben ser contemplados y respetados como un bien superior; pero hay que recordar aquella ancestral premisa universal que reconoce los Derechos, como prerrogativas que se conquistan con el cumplimiento de los Deberes Naturales, que son el marco fundamental del orden social, de la convivencia, de la equidad y de la justicia.
Por lo tanto los Derechos primordiales del niño deben surgir del cumplimiento de esas elementales reglas de comportamiento y de convivencia que dentro del hogar, tienen que ser impartidas y controladas por los padres en el proceso de formación de la personalidad básica del infante. Ello conlleva el imperativo pedagógico del incentivo y el premio, pero también de la corrección y el castigo, pues de la equitativa administración de estos estímulos, surgirá una personalidad equilibrada, sana y generosa.
La mayor dificultad para armonizar los derechos y los deberes, radica en la explosiva dinámica social que ha cambiado radicalmente la concepción de La Familia, dado que ambos padres regularmente trabajan fuera de la casa, y a su regreso en las noches, intentan acallar los remordimientos afectivos generados por esa ausencia, y entonces asumen actitudes benevolentes y complacientes: hacen sus tareas, no hay reconvenciones, no hay diálogo asertivo, no hay posturas críticas; sólo indulgencia e ingenua complicidad. Si para colmo de males la relación de los cónyuges es disfuncional: están separados, divorciados o han formado nuevos hogares, la animosidad derivada de tales situaciones convierte al niño en la mortadela del emparedado porque se le utiliza para chantajearse mutuamente; y él al final de cuentas, aprende a sacar partido de esta pugna y manipula a ambos en función de sus deseos y caprichos.
Así las cosas, la responsabilidad de la formación básica y de la educación del infante recae en los maestros, quienes a la fuerza tienen que asumir –además del papel de profesores- el rol de padres sustitutos, sicólogos, consejeros, paño de lágrimas y en muchas ocasiones el de forzados proveedores.
En este caldo de cultivo -es apenas comprensible- se va gestando el individuo inseguro, inconstante, veleidoso, resentido, amargado y dispuesto a vengarse de todos y por todo. Sus carencias afectivas las transforma en su fortaleza, porque al no sentir amor, afecto, admiración ni respeto, por nada, ni por nadie, incuba tendencias suicidas, se refugia en las drogas, el alcohol, la promiscuidad y crece sin escrúpulos, ni inhibiciones morales para transgredir las normas sin reatos de conciencia, con la certeza de que por ser menor de edad, –como decíamos al principio- puede actuar impunemente porque la ley además de ser ciega, tiene las manos atadas.
Por eso la única forma de salir de la encrucijada, es partiendo de la aceptación de las responsabilidades que le competen a cada estamento involucrado y luego sobre las experiencias acumuladas, comenzar a edificar un proyecto educativo transversal e integral en el que los padres aprendan a formar con sus hijos cálidas y sólidas relaciones afectivas, pero sujetas a una autoridad firme e incuestionable, que debe ser respaldada por autoridades fuertes y jueces firmes; por un sistema educativo personalizado, exigente, pero librepensador y respetuoso por la diferencia; por una iglesia comprometida con una formación espiritual altruista y generosa; en suma, es necesario unir el lenguaje, las acciones, las políticas y compartir criterios, información y metodología pedagógica y con ese acompañamiento masivo, al fin podremos ayudar a los niños en la construcción de sus destinos con libre albedrío, pero sin libertinaje.