Por: Néstor Armando Alzate
Desde los
albores de la independencia, los movimientos irregulares aparecieron para
sustentar el poder de los criollos, cuya intención no era la independencia sino
el fortalecimiento político del manejo estatal, que a su vez reforzaría su
hegemonía económica.
El
carácter egoísta de las clases dominantes, fue la constante durante el siglo
XIX y por lo tanto, detonante de todas las guerras civiles, las que a su vez
generaron los odios y las crueldades que debió sufrir el pueblo ignorante,
utilizado como carne de cañón al influjo de los colores azul y rojo -que
supuestamente– representaban: el primero, orden y religión; y el segundo, las
libertades individuales.
A pesar
de la devastación de que fue objeto el país –especialmente en la guerra de los
mil días que dejó a la patria desangrada y exhausta económicamente– las
banderas se siguieron enarbolando
durante el siglo XX, y por eso, la violencia jamás decreció, sólo amainó en
pequeñas ráfagas.
Entonces
cualquier lectura que quiera hacerse del siglo pasado, debe pasar,
necesariamente, por la voracidad de las clases oligárquicas –las mismas de
siempre– que sin escrúpulos acuciaban a los campesinos y a la gente del común
para que sin reatos de conciencia se mataran entre sí, con el fin de tener el
control de las tierras, las riquezas y el poder político; y como siempre, los
únicos damnificados eran esos hombres anónimos que después de ser utilizados
como instrumento de terror, quedaban con las manos vacías y los odios
acumulados. En ese marco, se inscriben la aparición de las guerrillas y de los
paramilitares.
RESEÑA HISTÓRICA
Después
de la guerra de los mil días, se reforzó en el poder la hegemonía conservadora;
y cuando los liberales recuperaron por fin la presidencia, en 1930, activaron
un agresivo plan de retaliación como respuesta a los vejámenes de los que
fueron objeto en el régimen anterior, cuya máxima expresión de represión fue la
matanza de las bananeras de 1928.
En
consecuencia los conservadores ahora en calidad de vencidos, fueron perseguidos
sin tregua. Naturalmente que cuando se dividieron los liberales en 1945, –entre
Gaitán y Gabriel Turbay- los azules volvieron al poder y extremaron su venganza
contra los rojos utilizando una violenta policía política, organizada con
elementos de su misma filiación y de amplio prontuario.
El
asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, detonó la polarización
y luego de la devastación e incendio que sufrió Bogotá y por extensión otras
ciudades del país, la violencia se generalizó.
Los
esbirros del poder, comisionados por el régimen se dieron a la tarea de
expurgar a todos los pueblos y veredas de liberales con la consigna de
exterminio total, incluso de la “semilla”, porque la idea era que no volviera a
nacer, en Colombia, ningún liberal. Se combinaron con delincuentes de toda laya
y tales fuerzas mixtas asolaron los campos.
Una buena
parte de esos conservadores provenían de la vereda Chulavita del municipio de
Boavita, y fueron denominados desde entonces con el nombre de ese rincón
boyacense, apelativo que se volvió un genérico para designar a todas las
fuerzas de derecha, que en la práctica fueron los ascendientes de los actuales
paramilitares.
Los
Chulavitas devorados por un odio feroz, obligaron a los liberales a
“enmontarse”, tras masacrar ancianos, mujeres, niños; practicar violaciones,
cortes de franela, desollar, “Bocachiquiar”, –hacer picadillo a las víctimas–
incendiar pueblos enteros, apoderarse de las mejores tierras –por orden de los
terratenientes y naturalmente para ellos– y devastar comarcas enteras.
Ante tal
situación los liberales escondidos en los montes, refugiados con padres,
abuelos, nietos e hijos y exacerbados por el magnicidio de Gaitán, se
organizaron en células guerrilleras (mínimo de tres combatientes y máximo de
diez por unidad) y se dedicaron a emboscar a los “Paramilitares”, con palos,
machetes, escopetas rudimentarias (de “fisto”) y revólveres “hechizos”. Después
de asesinarlos, les quitaban sus armas modernas hasta que lograron conformar
grupos eficientes. Como respuesta al desarraigo de que fueron objeto, también
se dedicaron a masacrar, violar, incendiar y devastar poblados de
conservadores. A estos liberales, se les llamó: “Chusmeros”.
Más
tarde, irrumpieron en la contienda los “Pájaros” un tercer grupo –también al
servicio del régimen– compuesto por matones civiles que se especializaron en
crímenes selectivos, –personajes políticos, dirigentes cívicos, funcionarios
que estaban contra el gobierno o terratenientes a los que había que quitarles
la tierra– y se caracterizaron por sus ataques a traición, o escondidos en
matorrales –pavear-, disparaban como francotiradores, y “volando”, desaparecían
entre la gente con el encubrimiento de las autoridades.
Finalmente,
por esta descomposición y apuntalados en los postulados comunistas de la guerra
fría que enfrentaba a Estados Unidos con la Unión Soviética –tras el final de
la segunda guerra mundial– un grupo heterogéneo de liberales, conservadores y
políticos desencantados, se unieron para conformar un movimiento que en su
momento fue conocido como los “Comunes” –comunistas– que con consignas
provenientes de China y URSS, se dedicaron a combatir a las fuerzas oficiales y
en oportunidades a los mismos liberales por sus excesos.
Con la
llegada de Rojas Pinilla al poder, se decretó una amnistía para quienes
hubiesen conformado grupos irregulares, independientemente de su procedencia o
filiación. Depusieron sus armas varios jefes guerrilleros y contraguerrilleros
con sus hombres entre los cuales: Emilio Gordillo “Sargento Veneno”, Leonidas
Borja “El Lobo”, en el Tolima; Juan de la Cruz Varela, en Sumapaz; Rangel, en Santander; Trino García
“Sombranegra”, y Piedrahita en el nordeste Antioqueño, y Drigelio Duarte en
Yacopí. En los llanos orientales, 3450 combatientes se entregaron entre agosto
y septiembre de 1953; y al finalizar ese año, la cifra se había elevado a 6.500
hombres acogidos a la oferta del gobierno.
Las
promesas incumplidas, su actitud sesgada contra los liberales, –el régimen del
dictador era de tendencia conservadora– y dado que muchos de los reinsertados
fueron asesinados por las tropas oficiales, los chusmeros se vieron obligados a
volver al monte, menos de un año después de la amnistía.
Inclusive
este período que se extendió con todo su furor hasta 1959, fue más ominoso y
oprobioso que el anterior, porque a los factores que caracterizaron la andanada
precedente, se sumó la paranoica actitud de la dictadura de acabar con los
opositores. A la caída de Rojas Pinilla, se intentó por parte del primer presidente
del Frente Nacional Alberto Lleras Camargo, establecer una política de perdón,
olvido y reparación; pero luego de que la Comisión de la Verdad, destapara las
verdaderas causas, los partidos y sus dirigentes -que eran los promotores de
este estado de cosas-, se repartieron el botín estatal y le echaron tierra a
esas buenas intenciones.
Aunque se
presentaron nuevas desmovilizaciones, la desconfianza por lo ocurrido en la
primera amnistía, propició que una buena parte de la guerrilla liberal, se
decantara hacia los comunistas que eran profusamente apoyados por la URS y
Cuba, enarbolando como bandera la injusticia, desigualdad y la necesidad de
acabar con las camarillas oligárquicas liberales y conservadoras que eran
iguales en su esencia e intereses y que ahora más que nunca estaban
-legítimamente- unidas, bajo la maquiavélica carpa circense del Frente Nacional
y respaldadas abiertamente por el Tío Sam.
Así las
cosas, los grupos de derecha –godos, sectores oscuros del ejército y
cachiporros retrógrados– tuvieron vía libre para actuar a la sombra de los
gobiernos de turno, protegidos por ellos, o por lo menos con su complicidad
silenciosa.
Como a
partir de 1960, el enfrentamiento se hizo radical entre el estado y los grupos
de izquierda; el trabajo sucio, –aquellos excesos que la constitución le
prohibe expresamente al gobierno y a las fuerzas armadas– fue ejecutado por
antiguos “pájaros”, “chulavitas” y efectivos de los cuerpos de seguridad
estatales, encubiertos, que se especializaron en asesinar a dirigentes de
izquierda, sindicalistas y otros voceros de la insatisfacción social del país.
La pugna
entre estas fuerzas continuó a lo largo de ese decenio y del siguiente, lapso
en el que la guerrilla comunista se fortificó ideológica, militar y económicamente;
mientras que los paramilitares actuaban metódica y sigilosamente al amparo de
las cortinas de humo que oportunamente tendían las autoridades sobre sus
crímenes.
A
mediados del decenio de los 70, la aparición del fenómeno del narcotráfico y su
consecuente prosperidad, marcó una ruptura ideológica para la guerrilla, que
vio en ese floreciente negocio una jugosa fuente de ingresos, proporcionalmente
inversa al desprestigio del comunismo que languidecía como sistema político y
económico. Así las cosas sin dejar de lado el enfrentamiento tradicional con el
estado, arremetió contra los narcos para arrebatarles sus territorios de
siembra, cocinas, rutas y mercado.
La
modernización del armamento y los métodos copiados de las guerrillas de otros
grupos extranjeros –ETA, IRA, AL FATAH, Septiembre negro, Hesbolá– marcaron un
nuevo rumbo en las acciones de estos subversivos y se incrementaron las
masacres, secuestros, retenes móviles y golpes de mano espectaculares que
copaban la atención de los medios de comunicación. En suma, los ideales
comunistas se convirtieron en económicos y se transformaron en multinacionales
del crimen.
Como
respuesta a esta arremetida, el Cartel de Medellín, luego del secuestro de
Marta Nieves Ochoa, perteneciente al clan mafioso de ese apellido, fundó un
movimiento llamado MAS, (Muerte a secuestradores) que la rescató a sangre y
fuego y desde ese momento se declaró la guerra entre las dos facciones. Ese fue
el punto de partida de los nuevos paramilitares, quienes financiados por los dineros
de la droga y entrenados por mercenarios israelíes coparon el territorio del
Magdalena Medio, fortín del Cartel.
Para
añadirle más leña al fuego, se encendió otra hoguera entre los Carteles de
Medellín y Cali, y esta contienda marcó la aparición de un grupo
–exclusivamente de vindicta- que patrocinado por un sector de la fuerza pública
y de los hermanos Rodríguez Orejuela, se centró en la destrucción de Pablo
Escobar. Una vez muerto el Capo en diciembre de 1993, los jefes de los “Pepes”
(Perseguidos por Pablo Escobar, que en esencia eran narcos renegados del cartel
de Medellín) pasaron a financiar y a comandar la estructura nacional de las
AUC, autodefensas que supuestamente pretendían defender a los campesinos de los
abusos de la guerrilla.
Instalados
en Córdoba, Sucre y Urabá empezaron a copar los espacios ocupados
tradicionalmente por las FARC, el ELN y el EPL; se apoderaron de los corredores
naturales por los que circulaban las armas y la droga y acusando de
auxiliadores de la guerrilla a los campesinos, se volvieron contra ellos para
apoderarse de sus tierras. Y para conseguir este objetivo desataron un leviatán
que dejó a su paso una horrorosa estela de sangre, producto de tomas, masacres
de campesinos y asesinatos selectivos, todo ello ejecutado con la mayor
crueldad y sevicia de toda la historia del país.
Entretanto
los grupos insurgentes tuvieron que replegarse: hacia el sur, las FARC, que
incrementaron su barbarie mediante las cruentas tomas de pueblos, emboscadas,
ataques indiscriminados a la población civil, la destrucción de la
infraestructura –puentes, torres de energía, voladura de oleoductos- el
chantaje, el boleteo, la extorsión y especialmente los secuestros (de los que
no se salvaron ni siquiera los militares que se convirtieron en un apreciable
botín canjeable) y conformaron verdaderos carteles de la droga; y gracias a la
permisividad del gobierno de Pastrana que les permitió oxigenarse en la zona de
despeje de San Vicente de Caguán, adquirieron armamento de última generación y
tecnología de punta; el ELN se refugió en el oriente y optó por un bajo perfil,
pero continuó con su política de arrasar con las infraestructuras petrolera y
eléctrica, el secuestro y los asesinatos selectivos. Por su parte el EPL, se
desmovilizó y sus integrantes fueron borrados del conflicto.
Con el
acceso de Álvaro Uribe Vélez a la presidencia, se concertó un diálogo que
propició la desmovilización de miles de combatientes paramilitares y generó una
polémica internacional por la tibieza del código que habría de juzgarlos por
delitos atroces, pues las penas, aún, son mínimas y la reparación a las
víctimas no está clara.
ANÁLISIS
La
actuación de los paramilitares es tan antigua como la existencia misma de la
república y no se puede concebir la nación sin estas fuerzas oscuras que en
pasajes muy confusos de nuestra historia, fueron desequilibrantes para reforzar
el poder de las castas oligárquicas dominantes. Ellas han dejado su impronta en
los magnicidios de que han sido objetos nuestros hombres más brillantes: La
conspiración septembrina contra Simón Bolívar en 1828. Los asesinatos de Sucre
en 1830 y de Julio Arboleda en 1862, ambos en las montañas de Berruecos; de Rafael Uribe Uribe (1914); de
Jorge Eliécer Gaitán (1948); de Luis
Carlos Galán (1989); de Álvaro Gómez
Hurtado (1995); de Carlos Pizarro León Gómez, líder del M19; y el
aniquilamiento de la Unión Patriótica, cuyos candidatos a la presidencia Jaime
Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y tres mil de sus militantes, fueron
ejecutados a finales de los 80. No se puede dejar por fuera al periodista y
humorista Jaime Garzón que fue acribillado dentro de su carro en 1999.
En los
casos anteriores, es evidente que los móviles fueron políticos y económicos,
pues quienes cayeron víctimas de esas fuerzas oscuras, de alguna manera,
luchaban contra el Statu Quo imperante desde la colonia. La necesidad de
extender sus dominios territoriales, mediante la adquisición de tierras, o la
tenencia de los medios de producción, el firme control de la industria, la
banca y el comercio, han sido los factores más preponderantes para que esas
clases dominantes, hayan utilizado a estos esbirros en función de satisfacer su
voracidad sin límites.
La
endémica ausencia del Estado -y su sospechosa permisividad- legitimó la acción
de los paramilitares, que se proclamaron en algunas regiones, como la única
autoridad operante y efectiva, contra la acción de los grupos de izquierda que
también ejercieron control sobre ellas en épocas anteriores. En tales zonas,
los habitantes no sólo celebraban la presencia de los “Paracos”, sino que los
miraban como salvadores y redentores sociales, dado que ofrecían trabajo a los
moradores, ejercían una justicia de facto contra la delincuencia común y
proporcionaban protección a la población civil contra la guerrilla, que era
algo que nunca el gobierno les había garantizado y eso les confería una notoria
popularidad que se reforzaba con la intimidación.
Sin
embargo la política de tierra arrasada a la que sometieron a comunidades
enteras, mediante masacres y la expulsión de los pocos que quedaban, les
permitió a los paramilitares apoderarse de enormes extensiones de tierra, que
–aún estando en la cárcel o extraditados en Estados Unidos- siguen explotando
con ganadería intensiva, cultivos ilícitos y refuerzan su presencia con
expediciones punitivas ejecutadas por bandas emergentes, que están a su
servicio. Claro que algunos de aquellos combos que delinquían para ellos, se
han independizado y ahora actúan por cuenta propia, en las regiones que
quedaron al garete.
Aunque
todos los estamentos sociales son conscientes del daño que los paramilitares le
han hecho al país, subsiste un sector de la opinión pública que cree que su
existencia, que cambia de apariencia como el camaleón, sigue siendo el
contrafuerte de la guerrilla actual, cuyos ideales murieron con la desaparición
del comunismo. Pero lo que no han tenido en cuenta estos sectores, es que
ahora la guerrilla y las bacrim –bandas
criminales compuestas por delincuentes comunes y rezagos de los antiguos
paramilitares- se unen cuando se trata de repartir la suculenta torta de la
droga.
Definitivamente
estos bandos son siameses, porque sin la sangre del otro, ambos mueren por
anemia.
BIBLIOGRAFIA
1001
cosas sobre la historia de Colombia: Eugenio Gutiérrez Cely, Miguel Ángel
Urrego (Círculo de lectores).
Manual de
Historia de Colombia: (Procultura) Tomos
III, IV
Nueva
Historia de Colombia: (Editorial
Planeta) Tomos I, II
Historia
de Colombia: Henao y Arrubla
Reportaje
de la Historia: (Editorial Planeta)
Cursillo
de Historia de Colombia: Argos Tomo II
Diccionario
de Historia de Colombia: Horacio Gómez Aristizabal
La
violencia en Colombia: Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña
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